—Cada día estás más parecido a tu papá— increpa María, dejándome solo.
Mi viejo, hijo de inmigrantes chinos, fue el mayor de seis hermanos. “El Manco”, como lo conocían, era de carácter fuerte, mirada dura y poca habla, del tipo que nunca te echaría una broma, de esos que jamás bajan la guardia, de los que no saben parar a gozar.
Le amputaron un brazo años antes de casarse. Cáncer. Nunca se dio por vencido. Luchó y conquistó, con espada, sin escudo, ganándose el respeto del mundillo empresarial limeño a puro huevo. Capítulo aparte era verlo nadar, jugar tenis o hacerse la corbata a una sola mano.
Al igual que él, soy el primogénito, el elegido, el responsable de seguir los pasos del patriarca, privilegio derivado por orden de llegada, más que por mérito propio.
El problema es que soy mi mamá con pipilín, incompatible con los fines de papá. Contrario a lo que espera de mí y al igual que ella, prefiero compartir antes que competir. Combato la indiferencia. Celebro el arte, la música, la buena cocina. Río. Río todo el día. Mi agenda siempre vacía, mi día siempre lleno de buenas conversas.
Han pasado cincuenta años de una relación desafiante. Ese sujeto rudo que infatigablemente me pechó, ese que no le tuvo miedo a nada ni a nadie, ya no tiene fuerza ni ganas. Toca cuidarlo.
El paso del tiempo nos acerca.
—Te has convertido en un buen amigo—susurra en un momento de lucidez.
Ya casi no se mueve, apenas come, vive dormido. Duele verlo así.
Nunca fue inspiración, más si constante luz en mi camino. Nunca me dio lo que pedí, me forzó a guerrear por lo que quería. Nunca me abrazó, tampoco me soltó.
Lo veo y me veo. Duele porque finalmente entiendo, no somos parecidos, somos iguales, cada uno a su manera.
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